El Jardín de las Hespérides, delicioso lugar que habita en el abismo en que se guardan los sueños, nunca olvidado, siempre aflorando por algún resquicio a la consciencia, venciendo al olvido. Jardín en el borde del mundo, que alberga el sagrado árbol de manzanas doradas, frutos de dioses, guardado por el terrible dragón. Escondido lugar en que habitan los dioses en humanas formas inmortales, terrenas, carnales. Bajo la brillante luz de las manzanas, se desarrolla el desvelamiento eterno de la carne en espíritu, del espíritu en carne. La materia ha devenido en carne y ésta en espíritu o tal vez sea el espíritu el que, devenido en carne, se ha hecho materia. Todo configura una misma realidad bajo la luz de las manzanas. La humana carne de los dioses, el espíritu carnal de las diosas, habitan el jardín, gozosos de sus dones. Desarrollan sus vidas, sosegadamente regidas por la eterna rueda que gobierna el mundo y sus esferas, indefectiblemente. No hay angustia, tristeza ni pesares en el continuado giro que los gobierna y rige, sino destino fatalmente aceptado, cierto, aquietado, feliz.
Imagen del proceso
© LUIS PRIEGO
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La eternidad del jardín fenece, la rueda se detiene, todo acaba. El dragón que guardaba la entrada acaba convertido en adorno del último ángel de paz. Han sonado las trompetas, desgarradas por el clamor final, que ha clausurado el jardín. Todo acaba. Todo empieza.
Del fondo del abismo protector de los sueños, las aguas primordiales, se levanta la Diosa en su catorce día. Thíaso de sí misma, enlazada de hiedra, entona el evohé inflamada por la fuerza del dios. En ascensión creciente señorea los elementos del mundo e inflama los brotes que van a florecer, capullos de sí misma. Ella sola da a luz, el mundo es su vástago y los dioses se crean de su divina esencia. Doncella del canto se sucede a sí misma, soberana del tiempo que retorna en sí mismo al crear la danza sin fin de las esferas, madre del mundo, trama de la vida.
Al iniciado ofrece su carnal desnudez pero intocable más acá de los sueños. Espíritu carnal e inasible, perceptible tan solo en el fugaz instante en que apagan los vientos el roce de las hojas en la noche. O en la contemplación audaz de su figura.
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"El Jardín de las Hespérides. Del mito a la belleza"
Madrid, 20 de enero 20022 - 4 de abril de 2022
Centro de Arte Complutense
Luis Priego
Artista
José Manuel Losada
Comisario
El
Jardín de las Hespérides
Luis Priego
A la puerta del Jardín, el dios niño, “rapaz”, muestra la flecha que ha incendiado con fuego que no quema pero abrasa al incauto, o avisado, que acierta con su dardo. Hermes, en vuelo detenido, anuncia la esencial belleza del árbol de la vida.
No son las mujeres de este jardín hijas de Eva, herederas de la trasgresión originaria que separó la carne del espíritu, sino emanaciones de Istar, de Inanna. Son cuerpos habitados por la diosa, receptáculos de la vida y de la muerte, vírgenes y madres, señoras del cielo y de la tierra, de los animales y las plantas, dadoras de sabiduría. Son de una edad anterior, dorada. Encarnación de la luna, prometen el eterno ciclo de nacer y florecer, la decadencia y la muerte, para volver a nacer como algo infinito, pues de la misma forma que a la oscuridad sigue la luz, el renacimiento sigue a la muerte. La rueda gira en eterno retorno imperturbable. La energía divina de la diosa se derrama en este jardín, en el que resuena su antigua voz: “Yo soy la que engalana el macho para la hembra; yo soy la que engalana a la hembra para el macho”. En el acto sagrado de la sexualidad se trae la alegría y la vida al mundo y acerca la triste vida de los hombres a la existencia divina y gozosa de la Diosa. Mujeres que representan la totalidad de cuanto puede conocerse, guías para ascender a la cima sublime de la aventura sensorial. Quienes pueden tomar a la mujer como es, con la seguridad y la bondad que ella requiere, vencen al dragón y aspiran a ser reyes en la creación del mundo de ella, a ser vehículos de su fuerza generativa, expresión de lo divino. El héroe decide ensimismado este destino, pendiente de una decisión que brota de sí mismo y restaura la antigua unidad de cielo y tierra, espíritu y carne, alma y cuerpo.
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